lunes, 5 de abril de 2010

La cuestión Bárbaro

La tensión entre Civilización y Barbarie, entre centro -donde transcurre y se hace la Historia- y periferia -al margen de la corriente histórica-, acompaña al mundo romano desde su misma formación; de hecho, la obra histórica de Roma se realiza históricamente sobre territorio bárbaro, el cual es incorporado mediante la Romanización, esto es, la integración al ser histórico latino. Así será, al menos, hasta el momento en que el Imperio no pueda continuar su expansión, cosa que ocurre en el s. III. El contacto con la barbarie, pues, constituye un problema secular de Roma y, en cierta manera, consustancial a su historia; por tanto, no debemos considerar las llamadas "invasiones" de los siglos cuarto y quinto como un capítulo aislado, y menos como un hecho sin precedentes. En tal sentido, el dominio del programa previo de Historia Universal I es indispensable para el desarrollo de este tema. A continuación vamos a describir las características de este concepto, y en último lugar, la posibilidad de desarrollar la idea del intercambio pacífico.

a. BARBARIE INTERNA

No sólo hay que tener en cuenta la barbarie externa, sino también la interna, tal vez de una presencia histórica menos llamativa, pero no despreciable, toda vez que contribuye a explicar la idea del "encuentro de tradiciones". En efecto, podemos hablar en el Bajo Imperio Romano de una "barbarie soterrada", latente, especialmente en las provincias y que se hace sentir en la medida que el poder central decae, manifestándose como un retroceso de la Romanidad. Es el caso, por ejemplo, de las Galias en los siglos IV y V, desde la época de Juliano (361-363) hasta los inicios del Reino Visigodo de Aquitania (418), o el de las provincias africanas cuya población presencia, dada la ruptura de las comunicaciones y el aislamiento, un rebrote de berberismo y nomadismo. El repliegue de la vida urbana frente a la creciente ruralización de la sociedad, puede entenderse en la misma óptica. Se puede decir que el retroceso de la Civilización implica un retorno a los orígenes, al espíritu privado y primitivo. Veíamos este fenómeno en el caso de los ejércitos privados; podemos agregar ahora la "barbarie soterrada", la ruralización, la regresión económica, e incluso el Derecho llamado "vulgar", de carácter localista, provincial, casuístico y que apela a la costumbre.

También en el arte se observarán cambios que dicen relación con este proceso; la aparición del "arte plebeyo", marginal en sus orígenes pero expresión ya de un "nuevo gusto" en los siglos III y IV, un arte no oficial sino privado, se caracterizará por alejarse de las formas "clásicas", recurriendo a soluciones estéticas como la frontalidad rigurosa y selectiva, proporciones jerarquizadas (los elementos o personajes más importantes de la obra son más grandes que el resto, una "aparente" desproporción), la "desrealización" temporal y espacial, representación de escenas de la vida cotidiana, lenguaje simbólico y abstracción.

Todas estas son, así, características del primitivismo interior que emerge y que nos dice que había ciertos niveles en que romanos y bárbaros, los de fuera del limes, podrían llegar a un entendimiento, esto es, a encontrarse culturalmente. De hecho este mundo romanop parece estar más cerca, o anunciarla, de la Edad Media que de la época clásica.

b. BARBARIE EXTERNA. EL MUNDO GERMÁNICO.

El mundo de las gentes externae (bárbaros) había entrado en relación con el Imperio Romano desde épocas muy tempranas. Por causas que desconocemos -tal vez sobrepoblación, cambios climáticos, deseo de aventuras, el peso de arcaicas tradiciones como el ver sacrum- los pueblos germanos iniciaron una lenta migración desde el norte de Europa -especialmente de Escandinavia, llamada en el s. VI "matriz de pueblos" (vagina nationum) por el historiador godo Jordanes- hacia regiones colindantes con el Imperio. Estamos hablando de un proceso que duró varios siglos; iniciándose alrededor de los siglos I y II, culminará recién entre los siglos IV y VI. Es por ello que es preferible hablar de un "migración de pueblos" (Völkerwanderung) que de "invasiones", pues tal denominación se ajusta sólo a períodos bien delimitados.

Los germanos -indoeuropeos como los latinos-, que hoy vemos como una gran comunidad lingüística y étnica, estaban formados en realidad por una gran cantidad de pueblos, y nunca se reconocieron como una unidad o llegaron a formar una surte de confederación. Anglos, jutos y sajones en la actual Dinamarca, visigodos y ostrogodos, al norte del río Danubio, suevos y vándalos, al este del Rhin superior, o francos al oriente del Rhin inferior, comparten rasgos esenciales, pero también poseían peculiaridades que, de una u otra manera, marcarán su vida histórica cuando se funden los primeros reinos romano-germánicos. La mejor fuente que poseemos para conocer a los germanos en su estadio primitivo es la Germania, pequeño opúsculo escrito por Tácito hacia el año 98 d.C. Nos habla este autor de pueblos de vida agrícola y pastoril, con una economía natural, de vida seminomádica y de un carácter fundamentalmente guerrero, como que toda su organización se basa en la actividad bélica. Tácito describe una institución, notable por sus repercusiones históricas, propia de los germanos, y que llama comitatus, que podemos traducir como "comitiva", entendida como el grupo de hombres que "acompañan". Dice el autor latino que, cuando los jóvenes de una tribu han alcanzado la pubertad, se les hace entrega de las armas, después de los cual cada uno elige libremente a un caudillo o príncipe renombrado (por sus méritos o su estirpe), para militar junto a él jurándole fidelidad y lealtad. El valor en el combate distinguirá a los guerreros: los más destacados estarán más cerca del jefe, lo que implicaba una gran emulación entre los miembros de la banda guerrera. Estamos, así, frente a una organización de ejércitos privados donde la fidelidad, el honor, la valentía, son valores esenciales; una sociedad "heroica". Andando el tiempo, y con diversas transformaciones e influencias, veremos en el caudillo o príoncipe al señor feudal, al vasallo en sus guerreros, y el juramento de fidelidad tomará forma del homenaje feudal.

También nos dice Tácito que los germanos componían cánticos a modo de memorias y anales, en los cuales se ensalzaban las gestas de los héroes míticos e históricos del pueblo, como nos relata también Jordanes. Dicho de otra manera, los germanos tenían una poesía épica; no conocemos sin embargo sus cantos primitivos, pero gracias a testimonios posteriores -San Isidoro de Sevilla en el s. VII o Eginhardo en el IX, por ejemplo-, sabemos que durante la Edad Media se siguió cultivando esta tradición poética, hasta llegar a su culminación en los siglos XII y XIII con el Poema de Mío Cid y la Chanson de Roland. No se puede negar la influencia que tuvo la épica clásica antigua y el espíritu cristiano que le fue incorporado, pero tampoco se puede hacer caso omiso de las profundas raíces germánicas de la épica medieval.

En cuanto al Derecho, digamos finalmente que éste era de carácter privado y fundado en la costumbre.

Los germanos, pues, eran unos rudos guerreros, pero no carentes de una cultura propia y peculiar, la que, como hemos visto, se constituirá en un aporte de gran trascendencia en la formación del Occidente Cristiano- Fue con esos "bárbaros" -y no debemos emplear entonces este término en un tono demasiado despectivo- que el Imperio Romano tuvo que combatir, comerciar y, finalmente, convivir.

c. DE LOS CONTACTOS PACÍFICOS A LAS INVASIONES

Comercio, pequeñas escaramuzas militares, incorporación de bárbaros al ejército romano, intercambio de embajadas, marcan los primeros contactos entre Roma y el barbaricum, muy esporádicos al comienzo, pero cada vez más frecuentes desde fines del s. III y comienzos del siguiente.

De entre las numerosas embajadas, vale la pena destacar una enviada desde Constantinopla, por el emperador Constancio (337-361), el año 341, y dirigida al pueblo de los godos instalado en el norte del Mar Negro desde hacía más de un siglo. Formaba parte de la legación el obispo Wulfilas (311-382), de origen germano, el "apóstol de los godos", quien predicó el cristianismo -en su versión arriana, herejía que niega la divinidad de Cristo- entre los godos de Crimea entre los años 341 y 348. Se preocupó Wulfilas de traducir las Escrituras al gótico para poder llevar a los germanos la Palabra, inventando para tal efecto un alfabeto apropiado; en la ciudad de Upsala se conservaba hasta hace algunos años la llamada Biblia de Wulfilas -una copia tardía en realidad- o Codex Argenteus, porque está escrito con tinta de plata, primer testimonio escrito de la antigua lengua germánica. Si bien la obra de Wulfilas, la evangelización de los godos, no prosperó en lo inmediato, sí lo hizo en el largo plazo, ya que a la larga los godos se convirtieron al arrianismo, un arrianismo militante, de carácter "nacional", para marcar una diferencia frente al catolicismo romano-latino, hecho que afectó el proceso de integración romano germánico.

Otra dimensión de los contactos entre ambos mundos lo constituye el ingreso pacífico de los bárbaros al territorio imperial, como soldados como ya lo hicimos notar, o como oficiales de alto rango -el caso de Merobaudo, un franco que llegó s ser general de Valentiniano I (364-375)-, algunos de los cuales llegaron a ser altos funcionarios -el vándalo Estilicón (360-408), por ejemplo, que llegó a ser el más alto funcionario de la corte imperial de Honorio (395-423)- o, incluso, llegaron a formar parte de la familia imperial -Eudoxia, esposa de Arcadio (395-408) era hija del franco Bauto-.

Por último, en los siglos IV y V, lo que constituye propiamente el período de las invasiones, el ingreso violento de los germanos al Imperio y, con él, a la Historia, y sentido tan dramáticamente por los contemporáneos. Algunas fechas dan cuenta de la rapidez con que se sucedieron los acontecimientos: en el año 376 los hunos -procedentes de las estepas euroasiáticas- golpean duramente a los godos de Crimea y, mientras los ostrogodos sucumben ante tal embate, los visigodos, con la venia imperial, ingresan colectivamente al Imperio en un número estimado de unas cuarenta mil almas; dos años después, las tropas romanas son derrotadas por los visigodos en Adrianópolis, pereciendo el emperador Valente (375-378); el año 410 Roma, la Ciudad Eterna, es tomada y saqueada durante tres días, después de los cual los visigodos devastan Italia hasta quedar instalados finalmente en Aquitania, origen del Reino Visigodo de Tolosa (418-507). En otro flanco, el año 406, suevos, vándalos y alanos (germanos los primeros, estepario el tercero), atraviesan el limes del Rhin superior e invaden el sur de las Galias; en el año 409 pasan a la península ibérica, instalándose los suevos en la actual Galicia, donde se constituirá un reino que verá su fin el año 585 y del cual se sabe muy poco, mientras que los vándalos y alanos se reparten el resto de Hispania. El año 429 los vándalos de Genserico (428-477) cruzan el estrecho de Gibraltar y, ya en África, fundan un poderoso reino en la región de la antigua Cartago, el cual, después de poner en graves aprietos al Imperio (el año 455 Roma sufre un segundo saqueo), es aniquilado por las tropas de Justiniano el Grande el año 534. Entretanto, en la región del Ródano, se instalan los burgundas, formando un pequeño reino que, tras un breve período de esplendor a fines del siglo V y comienzos del VI, es anexado por los francos. Los ostrogodos, por su parte, después de la muerte de Atila acaecida en 453 y la disolución del poderío de los hunos, dejan la Panonia para, tras algunas correrías por el norte balcánico, quedar instalados en el Norte de Italia, constituyendo un poderoso reino bajo el largo y proficuo gobierno de Teodorico el Grande (473-526), época durante la cual Ravenna, la capital del reino, se transformó en un verdadero centro cultural, destacándose no sólo importantes construcciones sino, sobre todo, un verdadero florecimiento cultural personificado en Casiodoro († 583), por una parte, que fundó en el monasterio de Vivarium un centro de estudios de la cultura antigua, literalmente un "vivero" de la cultura, y, por otra, en Boecio († 524), filósofo y matemático imbuido de la cultura helénica. En el noroeste del Imperio, mientras tanto, avanzan lentamente los francos que, bajo el mando de Clodoveo (482-511), forman un reino que será el núcleo de la futura Francia.

El Imperio Romano poco o nada pudo hacer frente al incontenible avance de los bárbaros; finalmente, uno de ellos, Odoacro, despojará en el año 476 a Rómulo Augústulo de sus insignias imperiales enviándoselas a Zenón (474-491), emperador en Constantinopla. En Occidente, el Imperio Romano ha dejado de existir.

Las obras de Paulo Orosio, Salviano de Marsella, Hidacio o San Agustín, entre otros, nos hablan del pesimismo, el dolor y la angustia que se apoderó de la sociedad romana, al mismo tiempo que son capaces de vislumbrar una luz, una esperanza, que sólo se puede explicar providencialmente: estos bárbaros no carecen de valores ni cultura, y son además cristianos -arrianos herejes, pero cristianos al fin-; es, pues, posible construir con ellos un nuevo mundo. Si los romanos veían en los bárbaros la ruina del Imperio dentro de una concepción cíclica del tiempo, los cristianos incorporan una dimensión histórica, lineal, donde existe un futuro por edificar. San Agustín (354-430), la mente más preclara de la época, advierte que la caída de Roma no es más que el fin de una forma histórica, no necesariamente el fin del mundo, y que, en definitiva, el desenlace de los acontecimientos que se viven sólo Dios lo conoce. Frente al misterio y a la incertidumbre está la esperanza y la posibilidad de proyectarse al futuro sin el pesimismo fatalista de los paganos. Es éste uno de los grandes aportes del cristianismo: la visión optimista y positiva del decurso histórico en el marco de un Plan Providencial. La Iglesia Católica será, consecuentemente, la única institución universal que se proyectará históricamente tras el colapso de Roma, y sus hombres más connotados, los obispos -especialmente el de Roma-, los únicos garantes de un orden futuro.

La crisis arriana

La crisis arriana

Todos los grandes Padres de la Iglesia en Oriente y Occidente se caracterizaron por su espíritu polémico contra la disidencia religiosa. Las herejías, que San Pablo, en la Primera Epístola a los Corintios, definió como «bandos», fueron tomando cuerpo en el seno de la Iglesia a medida que ésta se iba expandiendo y, consiguientemente, trataba de establecer un cuerpo doctrinal coherente. En ciertos casos, como por ejemplo el del montanismo de mediados del siglo ii se trató de brotes de radicalismo heredados de un apocalipticismo primario. En otras ocasiones, la disidencia era producto de las dificultades surgidas a la hora de racionalizar la ubicación de la Segunda Persona en el seno de la Trinidad. Las tendencias heréticas definidas como modalistas, en especial la de Sabelio, hacia el año 200, se encuentran dentro de esta línea.

Sin embargo, durante los primeros siglos de la Era Cristiana, las diversas herejías no llegaron a crear iglesias paralelas a la oficial. Este peligro surgió con la crisis arriana del siglo iv.

Arrio, presbítero de Alejandría, volvió a plantear en toda su crudeza, hacia el 318, el tema de las relaciones Padre-Hijo. En un intento de salvaguardar la unidad de la divinidad, Arrio desvalorizó la figura del logos encarnado, marcando la superioridad ontológica del Padre. Cristo quedaba convertido, así, en una especie de intermediario, superior a los hombres, pero inferior al Padre.

La expansión de la doctrina arriana provocó un rápido desgarrón en la cristiandad del Oriente mediterráneo. Por iniciativa de Constantino y de su consejero Osio, se reunió un magno concilio en Nicea (325). Arrio fue desterrado y los padres conciliares se lanzaron por la vía de las solemnes proclamaciones doctrinales: Cristo era definido como consustancial (homousios) al Padre, fórmula ésta de procedencia erudita, no escrituraria.

Nicea no puso fin a la polémica. Por el contrario, la agudizó: en Antioquía, por ejemplo, en el 362, se podían detectar hasta cinco facciones religiosas que iban desde la ortodoxia niceana radical hasta el anhomeísmo, la tendencia más dura del arrianismo. La intervención en la polémica de los emperadores herederos de Constantino no consiguió solucionar el problema. El patriarca Atanasio de Alejandría sufrió varios destierros por parte de autoridades filoarrianas y se convirtió en el símbolo viviente de la más rígida ortodoxia.

La muerte de Valente en la batalla de Adrianópolis supuso la desaparición de un emperador que simpatizaba con la herejía. En manos de Teodosio, apuntalador del Imperio en el campo político, quedaba la solución del problema religioso. Profundamente católico, remató la decisión del edicto de Tesalónica con la celebración de un segundo gran concilio: el de Constantinopla del 381. Los principios proclamados en Nicea fueron ratificados, condenándose el arrianismo en sus distintas manifestaciones. Los bastiones heréticos de Sirmio y de Milán fueron, a su vez, desmantelados en los años siguientes gracias a la actuación de San Ambrosio.

Aunque herido de muerte dentro de las fronteras del Imperio, el arrianismo había manifestado algo de lo que anteriores herejías habían estado lejos: una extraordinaria vitalidad que lo sacó de los círculos estrictamente académicos para llevarlo a la captación de amplias capas de la sociedad. Esta vitalidad se manifestó también en otro ámbito: entre los germanos acantonados al otro lado del «limes». Ulfilas, clérigo arriano consagrado obispo en torno al 341, se convirtió en apóstol de los godos, que se encontraban por aquella fecha al noreste del Danubio. Traductor de algunos textos de la Biblia al gótico, Ulfilas instruyó a sus discípulos bárbaros en los aspectos más sencillos del arrianismo. Así, cuando los visigodos y otros pueblos rompieron, a finales del siglo iv, las defensas del Imperio, se produjo una revitalización de la herejía con los consiguientes problemas de convivencia.

Las herejías características del Occidente

El arrianismo, al igual que las grandes querellas teológicas -bien cristológicas, bien trinitarias-, tuvo su caldo de cultivo en Oriente. Esta zona, en efecto, había conocido un más temprano desarrollo de la especulación filosófica, y el nivel cultural medio de las masas de su población era sensiblemente superior al de la otra cuenca del Mediterráneo.

El Occidente, sin embargo, conoció también el desarrollo de movimientos heréticos, aunque su componente doctrinal poco tuviera que ver con el de las querellas surgidas en las provincias orientales.

Así, el donatismo, que llegó a adquirir una fuerza inusitada a lo largo de los siglos iv y v, logró crear toda una iglesia paralela a la oficial en el norte de África. Heredero de las viejas tendencias rigoristas, el donatismo defendió la idea de que los sacramentos sólo eran válidos si los administraban clérigos dignos. La defensa de una Ecclesia spiritualis frente a la corrompida Ecclesia carnalis fue un lema movilizador que captó las simpatías de ciertas capas sociales de desheredados: los circumcelliones, que habrían de poner en jaque a las autoridades romanas y a la Iglesia oficial en diversas ocasiones.

El priscilianismo, herejía típicamente hispana, sigue siendo objeto de encontradas opiniones. La ejecución de su promotor, Prisciliano, obispo de Ávila, en la ciudad de Tréveris, en el 385, por orden del usurpador Máximo, le convirtió en «la primera víctima de la actuación del brazo secular al servicio de la Iglesia». Al margen de sus controvertidos componentes doctrinales -elementos gnósticos, rigoristas, creencias ancestrales de las masas rústicas-, algo queda fuera de duda: el arraigo popular de la herejía en algunas regiones, como Galicia. Aun en el Concilio provincial de Braga del 561, se tendrán que promulgar severas disposiciones contra ciertas creencias calificadas, acertadamente o no, de priscilianistas.

Con todo, el pelagianismo sería la herejía típica del Occidente con mayor enjundia doctrinal. Pelagio, monje bretón al que su oponente, San Agustín, calificaría de vir sanctus, planteó problemas, como el del pecado original y el de la gracia, que, a lo largo del tiempo, serían objeto de amplia controversia en la teología europea. Para el heresiarca, el pecado original había sido una cuestión puramente personal, no transmisible a la humanidad y que, consiguientemente, en nada afectaba a la naturaleza de ésta. La salvación, por tanto, no debía ser tanto el resultado de la gracia como de las propias capacidades del hombre. Pelagio, así, estaba haciendo una llamada a la práctica de un moralismo ascético por parte del cristiano. De estoicismo cristianizado se ha calificado a veces esta doctrina.

Donatismo y pelagianismo habrían de tener en San Agustín a su más firme debelador.

San Agustín: de la cultura antigua a la medieval en Occidente

La trayectoria humana de San Agustín, tan bellamente expuesta en sus Confesiones, es un auténtico compendio de su época.

Entre sus experiencias religiosas, se cuenta un largo período en el maniqueísmo. Sigue un momento en que reconoce, hacia 384, que «no era maniqueo ni católico». Durante un par de años, los libros platónicos y la lectura de San Pablo le abren el camino hacia la conversión final. Será la escena del jardín de Milán, en 386, con la lectura de un pasaje de la Epístola a los romanos, lo que le lleve a la recepción del bautismo.

Como obispo de Hipona, desde 395, San Agustín lleva a cabo una ingente labor intelectual que le convierte en el primer teólogo de Occidente. La lucha contra el error doctrinal va a ser una de sus preocupaciones primordiales. De ahí, los diversos escritos en torno a los temas de la gracia, el pecado original, el libre albedrío, etc., que le enfrentan al moralismo y al voluntarismo pelegianos. De ahí, su lucha contra los donatistas, en la que no dudó en recurrir al apoyo abierto de las autoridades civiles. De ahí, la redacción del importante tratado De Trinitate, alegato contra errores como el arrianismo y exposición doctrinal del tema que se va a convertir en oficial para la teología occidental. Y de ahí, en definitiva, la redacción de un opúsculo, De haeresis, que constituye un inventario de todos los errores doctrinales surgidos hasta su época.

Para un historiador, sin embargo, la obra clave del santo de Hipona es De Civitate Dei. Se ha dicho que en ella el cristianismo no es sólo vivido, sino también pensado. Y, puede añadirse, es también una herramienta para la especulación histórica, cosa que no había sido hasta entonces.

Pese a sus múltiples irregularidades y digresiones, varias ideas aparecen nítidamente en el pensamiento historiológico agustiniano. La primera -y, sin duda, la que le llevó a la redacción de este texto-, la exculpación del cristianismo frente a quienes lo consideraban culpable de los desastres del Imperio y, en especial, del saqueo de Roma por Alarico (410). Es necesario, dice el santo, encuadrar venturas y desgracias dentro del amplio contexto del auge y el declive de toda construcción humana, y particularmente de los imperios. Hay que descubrir el verdadero sentido de la Historia no tanto en esas vicisitudes en sí, como en el enfrentamiento, desde los orígenes mismos de la humanidad, de los miembros de dos comunidades, más místicas que físicas: la Ciudad de Dios y la Ciudad de los hombres. Al cabo de seis edades -iniciadas en Adán-, la humanidad caminará hacia la séptima, el momento del «sábado y descanso perpetuo», que lo será también de la felicidad para unos y del castigo perpetuo para otros. Así, San Agustín traza una descripción de la historia del mundo moral, más que del mundo físico.

Algunos años después de terminar De Civitate Dei (el 430) San Agustín murió en su ciudad de Hipona. Las fuerzas vándalas de Genserico se disponían en ese momento a entrar en la urbe. La muerte del gran Padre de la Iglesia de Occidente cierra simbólicamente una época y da paso a otra.

Otros intelectuales del momento, desde San Ambrosio hasta los discípulos de San Agustín, tuvieron también oportunidad de reflexionar sobre el significado de unos acontecimientos -las migraciones germánicas- que se estaban desarrollando a un ritmo acelerado. Unos acontecimientos que estaban propiciando la ruina de una construcción política -el Imperio, en su parte occidental- en la que los cristianos habían conseguido unos años antes hallar por fin acomodo.

Un posible seguidor de San Agustín, el hispano Paulo Orosio, redactó, por los mismos años y en una línea similar a la del maestro, su Siete libros de historia contra los paganos. La machacona descripción de todas las desgracias que habían afligido a la humanidad en general y a Roma en particular podía considerarse como un consuelo para las miserias del presente. Un presente que Orosio considera, debido a la presencia gratifica de Cristo, mejor que los siglos confusos de la incredulidad.

Dentro de las pautas antes reseñadas -cultura antigua al servicio de la cultura cristiana, pero nunca independiente de ella-, el estudio de la historia se convertía en herramienta para la apologética.

ESQUEMA Y SÍNTESIS DE LA CRISIS DEL SIGLO III D.C

En el siglo III d. C. estalla una crisis económica importante que va a debilitar el imperio. Como consecuencia de una serie de años de malas cosechas se produjo una escasez de alimentos, especialmente de trigo.
En el campo los esclavos y los campesinos se sublevaban contra los propietarios de las tierras. La productividad bajó y aumentó la inseguridad. También influyó la disminución del número de esclavos ya que no había nuevas conquistas y muchos de ellos habían conseguido la libertad.Después del período precedente, el de los emperadores ilíricos, durante el cual en sólo 47 años se habían proclamado 25 emperadores y el mundo romano había sufrido tanto el acoso externo como la proliferación de imperios locales, se puede decir que el Imperio Romano fue salvado, finalmente, por una revuelta militar. Cuando en el 284 el ejército sublevado en Calcedonia proclamó emperador a un oficial dálmata que asumió el nombre de Diocleciano, se abrió un período durante el cual se logró tanto la superación de la larga crisis política anterior como la elaboración de una serie de medidas que afectarían directamente a la evolución del mundo romano bajo-imperial. Al advenimiento del gran emperador reformista, el Imperio presentaba múltiples problemas que se habían ido gestando en los siglos anteriores, algunos de los cuales supo abordar con éxito, mientras que otros siguieron una evolución irreversible y, en ocasiones, aceleraron la propia estructura de la sociedad bajo-imperial. Así, por ejemplo, los ataques de los pueblos bárbaros al limes romano habían sido frecuentes durante todo el Alto Imperio: el ataque de los marcomanos y los cuados en el 166, de los mauros en Hispania en el 173, etc. Aunque tales asaltos tenían un carácter esporádico y no pusieron en peligro la estabilidad política del Imperio hasta el siglo III. Pero con la ascensión de Persia a partir del 224 (en que se instaura la dinastía sasánida), con la confederación gótica que se había formado en la cuenca del Danubio en el 248, y el constante pulular de bandas armadas a lo largo del Rin desde el 260, el Imperio vivía en medio de constantes guerras defensivas. Tal vez se hubieran podido atajar tales amenazas definitivamente, como se había hecho con anterioridad, pero mientras la presión de los pueblos bárbaros era ahora mucho mayor, el Imperio estaba peor preparado para tal empresa. Ciertamente, el ejército se había remodelado y sus efectivos eran impresionantes: hacia el 290 se calcula el cuerpo del ejército en torno a unos 400.000 hombres. La legión fue dividida en unidades más pequeñas, capaces de actuar y hacer frente a los asaltos de los bárbaros en forma de razzias. Los destacamentos fronterizos quedaron protegidos por enormes fuerzas de choque de caballería y el mando militar ya no era asumido sistemáticamente por la aristocracia imperial sino por profesionales experimentados que había destacado en sus empresas militares. Pero el ejército debía ser costeado y eran fundamentalmente las clases bajas quienes se veían más afectadas por esta carga. El Estado venía actuando como un extorsionador, a través de una burocracia administrativa que frecuentemente actuaba por medio de la coerción y la delación. Se habían acabado los tiempos en los que el botín de guerra subvenía a las necesidades del Estado. El endeudamiento era tan frecuente que, ya en el año 118, Adriano canceló una deuda al Estado de 900 millones de sestercios porque resultaba imposible de cobrar. Puesto que en el ejército recaía la defensa de la integridad del Imperio, éste, a lo largo del siglo III, fue ostentando el control del Estado. Estos emperadores, puestos por el ejército y mantenidos por él, eran autócratas que gobernaban al margen del Senado y las instituciones, de manera personalista y, a menudo, despótica. La crisis del sistema esclavista afectó fundamentalmente a las clases medias, a la burguesía urbana que tanta importancia tuvo en el progreso de la vida municipal. La mayoría de ellas obtenían sus ingresos del cultivo de la tierra. Ante la escasez de mano de obra se veían obligados a aumentar los salarios o rebajar sistemáticamente los alquileres. Sus rentas siguen una curva descendente, sobre todo desde finales del siglo III. Paralelamente, la concentración de bienes agrícolas en manos de unos pocos honestiores se amplía. El crecimiento de la gran propiedad contribuyó a que la civilización urbana decayera, ya que estas haciendas comienzan a actuar, además, como centros de producción industrial. El aumento de los salarios provoca el alza de los precios y, consecuentemente, también son mayores los gastos municipales. La decadencia de la vida ciudadana va unida a la crisis de la burguesía urbana y ambos factores incidirán de forma crítica en las estructuras del Imperio. Tampoco es ajena a este estado de cosas la crisis religiosa que, sobre todo desde mediados del siglo II, se percibe claramente. La crisis de la religión romana tradicional -estrechamente relacionada, por otra parte, con la vida municipal- se vio acelerada por la invasión de religiones orientales a lo largo del Imperio. La estrecha relación entre el sentimiento religioso y el Estado, la identificación entre derecho sagrado y derecho público, hizo que la transformación de las estructuras del Estado afectase a la autoridad de las antiguas tradiciones. Los emperadores antoninianos, apoyándose en los valores del estoicismo y del neoplatonismo, intentaron dotarla de un contenido moral-filosófico nuevo. Pero tal reforma no podía ser popular: se trataba de un sistema demasiado elaborado para que pudiera penetrar en los sectores menos cultivados. La mayor importancia de esta reelaboración religiosa fue que creó las condiciones necesarias para que pudieran arraigar otras religiones, en concreto, las orientales y, entre ellas, el cristianismo. La persecución de Diocleciano fue un intento vano de erradicación del peligro que, para la estabilidad del Estado, parecía implicar esta religión arrogante en la que la creencia en su dios excluía y combatía a todos los demás.La reforma del Estado emprendida por C. Aurelio Valerio Diocleciano (nombre que adoptó tras ser elevado por el ejército al poder en el 284), fue de enorme importancia y revelaba las dotes de estadista que poseía este excelente militar. La compleja situación del Imperio, que contemplaba tanto problemas de orden exterior como problemas que afectaban a las propias estructuras del Imperio, hacia imposible o ineficaz que el mando y la autoridad se concentraran en un solo emperador. Asó procedió a la elaboración de un sistema político, denominado tetrarquía, que sin ser totalmente nuevo (el poder compartido era el habitual durante la República y aún en el Imperio se dio en algunas ocasiones) presentaba perfiles propios y adecuados al momento. Inicialmente, en el 286, nombró a un segundo emperador asociado a él, al que encomendó la solución de los problemas occidentales, tales como la defensa del Rin ante la invasión de alemanes, francos y otras tribus germánicas, las incursiones de los sajones en las costas de Bretaña y las revueltas de los bagaudas (masas campesinas proletarizadas) en la Galia. Este emperador fue designado con el nombre de M. Aurelio Valerio Maximiano. Este nombre intentaba traducir la idea de una filiación, de un parentesco político llevado al terreno de lo personal. Al mismo tiempo, mientras Diocleciano seguía siendo el sumo emperador, el Augusto, Maximiano accedía al Imperio como César. Esta misma jerarquización se establecía entre los epítetos divinos que ambos emperadores decidieron ostentar: Diocleciano es representado siempre como Iovius, mientras que Maximiano lo era, a su vez, como Herculeus. Las razones de atribuirse esta ascendencia divina ficticia son difíciles de explicar. Tal vez se intentara reforzar la autoridad de la persona del Emperador (tan devaluada en los años anteriores), pero la jerarquización entre ambos era evidente: sus relaciones mutuas se expresaban a través de la de Júpiter, el dios supremo y Hércules, el más eminente de los héroes divinizados. La influencia del mundo persa, que atribuía un carácter divino al monarca, sin duda influyó también en esta decisión de Diocleciano, como influyó en todo el ceremonial de la corte: la suntuosidad, la postración ante el emperador, etc. Mientras Maximiano combatía a los germanos en el Rin y rechazaba (a través de sus generales) las invasiones y saqueos de los mauros en Africa, Diocleciano obligaba a los persas a abandonar la Mesopotamia romana que habían ocupado en el 283, vencía a los sármatas en el Alto Danubio, expulsaba a las bandas árabes de Siria y sofocaba una sublevación en Egipto. Las empresas militares eran ingentes, pero la necesidad de abordar un programa de reformas internas era inaplazable para Diocleciano. Así pues, en el 293, procedió a la culminación del sistema político de gobierno. Ese año fueron elegidos otros dos emperadores con el rango de césares: C. Galerio Valerio Maximiano y C. Flavio Valerio Constancio. Ambos, como se ve, asumieron también el patronímico de Valerio. Maximiano se elevó a la categoría de augusto y mientras asoció a la acción en el área occidental al césar Constancio, Diocleciano asociaba al césar Galerio a la parte oriental. Había, pues, dos emperadores vinculados a Júpiter y dos vinculados a Hércules. Para reforzar esta unión y plasmar la imagen no de un imperio disgregado, sino de una única autoridad que sólo contemplaba el reparto de funciones, se establecieron alianzas matrimoniales que unieron a los césares con sus respectivos augustos. Galerio se casó con Valeria, hija de Diocleciano, y Constancio (que antes había vivido con Helena, con la que había tenido un hijo, el futuro emperador Constantino), se casó con Teodora, hija de Maximiano. A ambos césares les fueron asignados los recursos necesarios para administrar y ejercer el poder (en calidad de auxiliares de los augustos) en las áreas asignadas: a Galerio el conjunto de países situados al sur del Danubio, desde el Mar Negro hasta los Alpes, teniendo como centro Salónica. A Constancio Cloro (apelativo con el que era designado) la Galia, a la que se añade después Britania, con la capitalidad en Tréveris. Maximiano actuaría principalmente en Italia y Africa, con capital en Milán, y Diocleciano en las provincias orientales y Egipto, con capital en Nicomedia. No obstante, esta distribución de áreas no era rígida, puesto que en ocasiones debieron actuar donde fuese preciso, con independencia de que se tratase de su zona o no, como por ejemplo Galerio, que fue encargado por Diocleciano de proteger la frontera contra los persas en el 296, librando contra éstos varias batallas que culminaron con la victoria de Galerio y la extensión de la Mesopotamia romana hasta el Tigris superior. Este sistema colegiado de gobierno, que se contemplaba como perdurable, suponía que tras la abdicación de los augustos, los césares pasaran a sustituirlos y designaran a su vez a otros dos césares. Si bien no se prohibía que los nuevos césares pudieran ser hijos de los emperadores, lo cierto es que el principio de la sucesión se fundaba, sobre todo, en la capacidad y experiencia del candidato. También parece que se contemplaba la abdicación de los augustos como regla constitucional. La falta de continuidad posterior impide constatar si este plazo se establecía a los veinte años del acceso al nombramiento de cesar (lo que coincide con la abdicación de los primeros tetrarcas) o se relacionaba con la edad y las facultades físicas y psíquicas de los augustos. Diocleciano se retiró en el 303 y en el 305 obligó a Maximiano a abdicar, que no parecía estar muy dispuesto a retirarse. El sistema tetrárquico era casi perfecto y se adecuaba a la situación presente del imperio. Resultaba no sólo eficaz, sino también más pragmático por lo que se refiere al procedimiento de captación. Mientras vivió Diocleciano, al que se le reconoce un prestigio enorme y gran ascendiente sobre los otros emperadores, no hubo problemas. Las intrigas e intereses personales vulneraron posteriormente el funcionamiento de la institución y su duración fue mucho menor de la que sin duda hubiera deseado Diocleciano.

LA EDAD MEDIA

El concepto de Edad Media

Se ha tardado en definir la Edad Media como concepto y período histórico; aún hoy se discute sobre sus límites cronológicos e, inclusive, espaciales. Con excepción de las referencias más o menos claras que figuran en los escritos de algunos humanistas de los siglos xv y xvi, no fue hasta comienzos de la siguiente centuria cuando se definió la Edad Media como la etapa histórica que discurría entre la Antigüedad clásica y el Renacimiento del siglo xv. La vulgarización del concepto de Edad Media se debería a la obra de un profesor de historia, Cristóbal Keller o Cellarius, quien, en 1688, publicó el primer manual de historia medieval con el título de Historia Medii Aevi, a temporibus Constantini ad Constantinopolim a Turcis captam deducta.

No obstante, ni la acuñación del término ni la fijación precisa del ámbito cronológico de la Edad Media significaron en absoluto que se hubiese despertado un interés especial por este período histórico. Por el contrario, persistieron los prejuicios tradicionales acuñados por los hombres del Renacimiento, para quienes la Edad Media había sido un período oscuro y bárbaro durante el cual la cultura antigua se había degradado hasta casi desaparecer. Para los intelectuales de la época, la Edad Media seguía siendo la «enorme catástrofe» de que hablara Coulton. La Ilustración añadió nuevos tintes negros al concebir la Edad Media en su conjunto como una sucesión de siglos de intolerancia religiosa, fanatismo y tiranía papal.

El cambio en la valoración del periodo medieval se produjo a fines del siglo XVIII y durante el primer tercio del siglo xix, debido, por un lado, al despertar de los nacionalismos europeos y, por otro, al triunfo de las ideas del Romanticismo. Tras las guerras napoleónicas, cada pueblo trató de reafirmar sus características, descubriendo, no sin cierta sorpresa, que había sido durante la Edad Media cuando las naciones europeas habían comenzado a formarse. Liberados de prejuicios culturales o religiosos, los historiadores europeos comenzaron a ver la Edad Media con ojos muy diferentes. El éxito de esta revisión del pasado, hecha en los principales países europeos a partir de la edición sistemática de fuentes históricas -los Monumenta Germaniae Historica, cuyo primer volumen apareció en 1826, siguen siendo aún el mejor exponente en este campo- y de la fijación exacta de los acontecimientos, a tono con el «positivismo histórico» dominante, se explica por el apoyo decisivo de los gobiernos y por el triunfo de la estética romántica. Desde entonces, el medievalismo constituye una ciencia a se y una de las especialidades más sólidamente asentadas dentro del campo de la investigación histórica.

No obstante, todavía predomina, tanto en el lenguaje de la calle como en el de los políticos y los periodistas, una cierta valoración negativa de la Edad Media, a la que resulta muy difícil oponerse. Como ha recordado con cierta gracia Regine Pernaud, son todavía muchos los que identifican la Edad Media con una época en la que los señores feudales se «pasaban todo el tiempo haciendo la guerra y entraban con sus caballos en las tierras de los campesinos aplastándolo todo», dominada por «asesinatos, torturas, escenas de violencia, de hambre, de epidemias...».

Los límites espaciales de la Edad Media

La historia medieval, como concepto y como ciencia, ha sido obra de europeos. Por ello no tiene nada de extraño que, desde sus inicios como ciencia, el objeto de estudio de los historiadores se centrase en Europa, entendida como el ámbito donde se desarrolló una determinada civilización. Los restantes mundos «periféricos» interesaban en la medida en que habían entrado en contacto con el mundo europeo o, de modo aún más exclusivo, mediterráneo. Todavía hoy vivimos de esta herencia, de este «eurocentrismo» que puede parecer injusto y hasta narcisista. Sin embargo, no todo es provincianismo científico o desprecio por lo no-europeo. Para los medievalistas actuales, se trata de un falso problema, ya que Europa durante la Edad Media constituye de por sí un mundo homogéneo, un área cultural que se identifica en gran medida con la entonces llamada «Cristiandad». La historia de este mundo, dotado de unos perfiles geográficos e históricos singulares, tiene plena coherencia en sí misma. Y de ahí que en ella sólo tengan cabida, además de los específicamente occidental y eslavo, los mundos bizantino e islámico, geográficamente próximos y vinculados, además, a una misma tradición cultural. En razón de estas consideraciones, se ha prescindido en este manual de las referencias a la historia, milenaria y culturalmente compleja, de la India, China o Japón.

Los limites cronológicos de la Edad Media

Dando por supuesto que la Historia es continua y que todas las divisiones que efectuemos en ella son puros convencionalismos adoptados por los historiadores, cada época histórica -y éste es el caso también de la Edad Media- plantea el problema de sus límites cronológicos e, inclusive, el de su periodización interna. El libro de Keller ya respondía al primero de los problemas, enmarcando la época medieval entre la fundación de Constantinopla (330) y su conquista por los turcos (1453). Había un claro paralelismo entre ambas fechas, la de la fundación de Bizancio y la de la ruina del Imperio bizantino, y ello explica el éxito de su propuesta, por lo menos en lo que hace a la fecha terminal del período. Para el comienzo de la Edad Media se han manejado otros acontecimientos, otras fechas clave, tales como el Edicto de Milán (313), la invasión germánica de 406 o el final del Imperio romano de Occidente (476). Y lo mismo puede decirse de la fecha final: descubrimiento de América, inicio de la Reforma protestante y, aun, la Revolución francesa (G. Barraclough).

Sea como fuere, hay que tener en cuenta que ningún acontecimiento, por importante que sea, puede representar en si mismo un cambio tan radical como para considerarlo el punto inicial o final de toda una época histórica. Por lo que hace a nuestro caso, acontecimientos como el final del Imperio romano de Occidente o las invasiones germánicas no provocaron una ruptura tan violenta con el pasado como pudiera parecer a primera vista. Y lo mismo podría decirse de las fechas propuestas para señalar la terminación de la época medieval. Por ello, las más recientes aportaciones al problema del comienzo de la Edad Media acentúan el significado, no tanto de los hechos de la historia política, como tradicionalmente se ha venido haciendo, como de los fenómenos de base, tales como la pervivencia de la romanidad, el predominio gradual de lo rural y la degradación de la vida económica en occidente, la ruptura de la unidad del Mediterráneo -anunciada con la división del Imperio y consumada tras la expansión del Islam (H. Pirenne)-, o la formulación de nuevas bases para la organización política y cultural. Por lo que se refiere al final de la época medieval, se han señalado algunos fenómenos que pudieran marcar la aparición de una nueva Época: la difusión de las ideas renacentistas, la consolidación de las monarquías autoritarias, la aparición de la imprenta, la ruptura de la unidad religiosa de Europa...

El segundo problema es de más fácil solución, aunque aquí, como en todo, las propuestas son también diferentes. Conforme se fue profundizando en el conocimiento de la Edad Media, los historiadores se dieron cuenta de que este largo período no era un todo uniforme. Por el contrario, en él se pueden distinguir grandes momentos perfectamente diferenciados. Los difícil es definirlos y enmarcarlos cronológicamente.

Hasta hace relativamente pocos años, predominó el criterio de distinguir en la Edad Media do- grandes fases -Alta y Baja Edad Media- que abarcarían, la primera, hasta el siglo xii, y la segunda, desde el siglo xiii al xv. Hoy se prefiere una división tripartita: Alta Edad Media -la «Edad Media Temprana» o «Edad Oscura» de los historiadores anglosajones-, que podría definirse como la «prehistoria de los pueblos europeos» (G. Barraclough) y que se extendería desde el siglo iv al x; la Plena Edad Media -o «Edad Media Clásica», «Edad Media Central» o «Período Feudal» (C. van de Kieft)-, que discurriría hasta el siglo xiii y que sería, según Barraclough, el «período de formación de las sociedades europeas»; y, finalmente, la Baja Edad Media o «Edad Media Tardía», que cubriría las siglos xiv y xv.

Esta periodización ha sido hecha pensando en la Europa occidental. Como todas las divisiones históricas, es insuficiente y parcial, por lo que, en cada caso concreto, habría que introducir las correcciones necesarias.

Introducción al curso

Este material pretende acompañarte en tus primeros pasos en el conocimiento de los principales acontecimientos que se produjeron a lo largo del milenio que se ha dado en llamar del todo impropiamente Edad Media.

Los textos intentarán no ser largos ni densos, sino que se intentará despertar el interés por el terna, tratando de dar una base justa pero indispensable información, que dar una gran cantidad de datos que muchas veces no ayudan a ver, por lo menos en un primer estadio, el hilo conductor del devenir histórico.

El orden seguido es el cronológico, iniciándose con la descomposición del Imperio romano, la consolidación del Cristianismo, la formación de los reinos germánicos y el primer esplendor del Imperio romano de Oriente o bizantino. A partir del siglo vi¡, la aparición del Islam y la formación del Imperio carolingio marcarán una nueva etapa en los tiempos medios, con una serie de cambios que se sintetizarán en el orden feudal. La renovación del comercio y el despertar de la sociedad urbana nos conducirá a una plenitud medieval que culminará con las monarquías feudales y el apogeo del Sacro Imperio Romano Germánico.

El siglo xiii, con su plenitud, marcará el triunfo de la teocracia pontificia, el inicio del parlamentarismo y la consolidación del mundo universitario.

Las crisis y las transformaciones de los siglos xiv y xv afectarán el destino de los nuevos Estados y 'de las instituciones políticas, económicas y religiosas, proceso que culmina con la época de los descubrimientos geográficos.

A pesar de que el grueso del temario está dedicado a asuntos europeos, no se ha querido olvidar a las grandes civilizaciones extraeuropeas, a las que se dedican varias lecciones.

De más esta decir que podríamos darnos por satisfechos si los conocimientos que se plasman en este espacio fuesen asimilados por los estudiantes y les sirvieran para aficionarse a la Historia Medieval, período que es uno de los engranajes básicos de la Historia de la Humanidad.

Consideraciones previas para utilizar este blog

CONSIDERACIONES PREVIAS

Este blog no tiene como proposito sustituir bibliografía, ni puede ser considerado como una clase virtual, solo pretende introducir al estudiante de Formación Docente en el conocimiento de los principales acontecimientos que se produjeron a lo largo del milenio que se ha dado en llamar Edad Media.

El autor de este espacio pretende resumir en cada entrada, temas de los más diversos pero esenciales de los tiempos medievales para que el estudiante sepa situar en el tiempo y en el espacio; y a partir de allí hacía una posible profundización en el futuro de los temas que más le interesen.

Las entradas no son largas ni densas, sino que se ha intentado más despertar el interés por el tema, tratado a base de una justa pero indispensable información, que dar una gran cantidad de datos que muchas veces no ayudan a ver, por lo menos en una primera instancia, el hilo conductor del devenir histórico.

Sean bienvenidos a este espacio, y participa porque este espacio se enriquecerá con tu aporte.